dissabte, de gener 28, 2006

 

Las tendencias politicas en las Cortes de Cadiz 1812


En el seno de las Cortes de Cádiz los diputados se agruparon en tendencias que, aun sin que se puedan denominar como partidos políticos, sí tuvieron, al menos, algunos contornos bien definidos. Los puntos básicos sobre los que es posible trazar una catalogación de las corrientes presentes en Cádiz son aspectos tales como
-la idea de Estado y de Constitución,
-la forma de articular la forma de gobierno, y
-el concepto de soberanía.
A partir de estas premisas, tal y como en su día mostró el profesor Varela Suanzes, pueden apreciarse tres tendencias en las Cortes de Cádiz:
-liberales de la metrópoli,
-realistas y
-americanos.

Los liberales aparecían como herederos naturales de las corrientes revolucionarias que se habían formado en España a raíz de la recepción del iusracionalismo. Su intención consistía en introducir profundos cambios en el Estado, buscando más una ruptura con el arcaico sistema administrativo, que una mera reforma. Ello no impedía que los liberales tratasen de revestir con un ropaje historicista lo que no eran sino novedades. Sin embargo, este «historicismo deformador» era, ante todo, un mecanismo para esconder esas novedades, procedentes, muchas de ellas, de Francia; un país, no debe olvidarse, con el que se estaba luchando.
La tendencia liberal -en la que destacaban Agustín Argüelles, Toreno, Golfín o Muñoz Torrero- partía de la idea de soberanía nacional, entendiendo «nación» como un ente ideal y abstracto, distinto de la mera suma de individuos o de provincias que la integraban. La nación era soberana no debido a la vacancia del Trono, sino porque ésta era su natural e irrenunciable condición. Aunque trataran de disimularlo, en el fondo de esta concepción latía una idea iusracionalista, basada en las teorías de estado de naturaleza y pacto social: los individuos, libres e iguales por naturaleza, habían renunciado a parte de sus libertades para constituir un Estado y una Sociedad a través del pacto social, confiriendo la titularidad de la soberanía a la colectividad o nación. Si la nación era la titular de la soberanía, su ejercicio, por el contrario, debía repartirse entre diversos órganos. De ahí deducían la doctrina de la división de poderes, extraída ante todo de las teorías de Montesquieu.
Sin embargo, al partir del dogma de la soberanía nacional, esta división-separación de poderes se desvirtuaba: los liberales tendían a considerar que los tres órganos del Estado (Monarca, Cortes y jueces) no se hallaban situados en una situación de paridad. Antes bien, las Cortes, en cuanto representantes de la soberanía nacional, aparecían como el verdadero centro político del Estado, asumiendo las más altas funciones de dirección política.
Para realizar todas estas alteraciones sustanciales en el Estado español, los liberales consideraban que resultaba preciso asumir una nueva tarea constituyente. Si la nación era soberana, entre sus atributos se hallaba el de otorgarse una Constitución, en la que decidir, sin ataduras históricas, sobre la forma de gobierno que deseasen otorgarse. A la luz de las teorías sobre el poder constituyente de Sieyès, los liberales de Cádiz negaron el concepto realista de «Leyes Fundamentales» y consideraron que a la nación soberana no podía imponérsele ningún límite efectivo en su capacidad de decidir el contenido de la norma fundamental.

Los planteamientos de los realistas -como Inguanzo, Borrull o Alonso Cañedo (a la sazón sobrino de Jovellanos)- discurrían por derroteros bien distintos. La soberanía era un atributo compartido entre el Rey y la nación, formada esta última por la suma de estamentos y provincias. Tal concepción, que negaba por supuesto las teorías iusracionalistas, se basaba en una concepción historicista, próxima al ideario ilustrado del reformismo histórico mencionado en el primer epígrafe. Para la corriente realista la historia nacional poseía un efecto prescriptivo, de modo que elementos tales como la Monarquía, la religión o los pactos pretéritos suscritos entre el Rey y los estamentos, formaban parte de una «Constitución histórica», materializada en las antiguas Leyes Fundamentales. Precisamente la afirmación de la existencia de esas Leyes Fundamentales, y su carácter inmutable, formaban una segunda nota distintiva de los realistas. Éstos negaban la virtualidad del poder constituyente y, por tanto, la libertad de la nación para trastocar las antiguas Leyes Fundamentales abordando un nuevo proceso constituyente. Según los realistas, las Leyes pretéritas resultaban intangibles, inmodificables. Sólo algunos aspectos podían modificarse, pero siempre a través de un nuevo pacto suscrito entre los dos sujetos cosoberanos -Rey y Cortes-. Hallándose preso el primero en Bayona, resultaba, pues, un sacrilegio el que las Cortes tratasen de alterar la forma de gobierno histórica.
Los realistas apenas admitían algunas «perfecciones» que podrían realizar las Cortes sobre dicha Constitución histórica. En realidad, estas reformas pretendían reforzar lo que los realistas consideraban que ya había existido en España: una forma de gobierno consistente en una Monarquía moderada o templada. Se trataba de un modelo de equilibrio constitucional conforme al cual el Monarca dirigía el Estado con la colaboración de las Cortes; dicho en otros términos, la dirección política la asumían los dos cosoberanos. Según los realistas, este modelo constitucional propuesto no resultaba novedoso, sino que hundía sus raíces en la historia nacional, en especial la castellana. En este sentido, los realistas equiparaban un gobierno mixto -que, supuestamente había existido en Castilla- con la división de poderes; del mismo modo identificaban clásica la reunión por estamentos en Cortes, con el bicameralismo de corte británico, por mucho que las diferencias entre ambos resultaban más que evidentes.

El tercer grupo en liza se hallaba representado por los diputados americanos que concurrieron a las Cortes, entre los que descollaban Mejía, Larrazábal y Leyva, se alinearon en muchas ocasiones con los liberales de la metrópoli, pero en otros puntos mostraron un ideario propio y definido, en especial en aquellos asuntos relevantes para los territorios de ultramar. La defensa de su postura propia dependía de su particular manera de concebir la soberanía y el Estado. En efecto, partiendo de una mixtura entre elementos tradicionales y el iusracionalismo, así como el ideario de Rousseau, los americanos consideraron que la nación no era más que la suma de territorios y de individuos, cada uno de ellos copartícipe en la soberanía. De ahí derivaban, siguiendo a Rousseau que, siendo cada sujeto partícipe uti singuli de la soberanía, poseía un derecho innato al voto, del que no podía ser privado. La consecuencia a la que deseaban llegar era la implantación de un sufragio universal que permitiera, además, a los territorios de ultramar tener una representatividad proporcional a su base poblacional. Algo que no lograron incluir en la Constitución, ante la oposición de los liberales que veían, en tal posibilidad el peligro de que los territorios de ultramar obtuviesen una representación en Cortes superior a la de los peninsulares.

En el proceso constituyente la opción liberal, mayoritaria, logró imponer sus posturas casi a lo largo de todo el articulado. La declaración de soberanía nacional, la posibilidad de la Nación de alterar a su voluntad la forma de gobierno, la posición preeminente de las Cortes , muestran la ideología liberal subyacente.





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